lunes, 17 de agosto de 2009

Prólogo: Fragmentos de un espejo roto

Aquí estoy, compartiendo trozos de mi vida con ustedes. Vengo de una familia disfuncional, loca, frustrada y mentirosa, fracturada como un espejo roto. A veces, miro hacia atrás y no puedo creer que no haya resultado monja, prostituta, señora en pantuflas o solterona histérica. ¿Cómo me salvé? Por accidente, empecé a trabajar en teatro independiente y conocí personas más locas que mi familia, pero libres, creativas e inteligentes. Casi diría que hice una re-canalización de la locura. En fin: dejo la explicación a algún psicólogo que lea mis historias, porque francamente, tal explicación no me interesa. Estoy aquí.

Capítulo 1: Mis abuelos

Mis abuelos llegaron a Argentina a finales del siglo XIX. Los maternos, de España; los paternos, de Italia. Eran inmigrantes ignorantes, sombríos, hambrientos, honrados y trabajadores. Supongo que, también, muy desesperados. Ignoro qué hacían o cómo vivían mis abuelos italianos, pero me parece que no tenían mucho de interesante. Los españoles son los que dieron sabor a mi vida … no importa qué sabor; el hecho es que no ha sido una vida insípida.

¿Imaginan la situación? Mi abuela Virginia, de quince años, dejó atrás su tierra y su familia sabiendo que nunca volvería, porque era bastante improbable que lograran hacer más fortuna que la indispensable para comer. Mi abuelo Vicente, constructor (sospecho que, más bien, albañil), consiguió, sin embargo, hacer siete hijos, comprar cuatro casas y una carnicería. Podemos imaginar cómo hizo los hijos, pero el resto, no sé cómo ocurrió. También consiguió adquirir, a fuerza de cortar bifes y milanesas, dos manzanas de terrenos en lo que es hoy pleno centro de Rosario. Lo malo es que los fue entregando por parcelas, para pagar no sé qué. Las casas, probablemente, o las reses. El hecho es que hizo un flaco favor a sus herederos, por ejemplo, a mí. No nos dejó ni un caracú.

Sin embargo, tal vez lo peor no sea la ausencia de una herencia contante y sonante, sino la herencia intangible que nos dejó en la mente.

Capítulo 2: Mi abuela, mi abuelo y el sistema educativo

Mis abuelos españoles tuvieron siete hijos, como ya dije. Pedro, Alfredo, Jaime, Herminda, Amanda, Renata y Clotilde, en ese orden. No conocí a mi abuelo, pero por lo que oí decir a sus hijos, ninguno lo quería. En cuanto a mi abuela, llegué a conocerla muy bien, porque vivimos en la misma casa hasta que murió, a los 101 años. Lo único que recuerdo de ella es que se sentaba en el patio a pelar arvejas. Las sacaba de las vainas y las ponía en su delantal; tiraba las vainas en un fuentón de zinc. Nunca dijo algo importante y mucho menos, tierno. No recuerdo que me besara o que jugara conmigo. Era seca, ausente y por siempre vieja. Es cierto que cuanto yo nací ella ya tenía setenta y cinco años, pero en vez de haberla visto envejecer, más bien me parece que tuvo siempre 101.

Mi abuelo había impuesto una política educativa simple y efectiva en la casa. Según recordaban sus hijos, se reducía a dos principios muy claros: “los hombres, al trabajo, y las mujeres, para el guisado”.

A pesar de sus preclaros principios, no pudo evitar enviar sus hijos a la escuela primaria, porque la ley así lo ordenaba, pero la ley no ordenaba que cursaran todos los grados, de manera que él los retiraba cuando consideraba que ya habían tenido suficiente educación. Mi madre, Renata, fue la única que cursó toda la primaria.

La naturaleza le jugó una mala pasada al pobre abuelo, porque la mayoría de sus hijos resultaron inteligentes y ávidos de aprender, así que sólo pudo imponerse por la fuerza. Se ganó el odio de todos, a diferencia de su anodina mujer, a quien nadie odiaba ni amaba.

Sin embargo, hay cosas que no se pueden sofocar. El hijo mayor, Pedro, era carnicero, pero también un ávido estudioso de la Historia; Herminda estudió todo lo que su condición de mujer y su horrendo padre le permitíeron: confección de sombreros y de flores artificiales, costura, bordado, piano hasta un nivel muy avanzado, canto. Era experta en hierbas medicinales y en jardinería.

Mi madre, Renata, también estudió piano y costura, pero además tenía una importante biblioteca y había leído toda la literatura española y argentina, además de coleccionar obras de teatro en ediciones de revistas. Dibujaba y pintaba muy bien.

El problema fue que, en realidad, ellos estaban más preocupados por ocultar sus miserias y frustraciones, que por cultivarse de verdad. Para parecer cultos, adoptaron la moral victoriana, los prejuicios raciales y sociales, la discriminación y las posturas extremas de la más recalcitrante burguesía de su tiempo – la gente fina que veían en las revistas, los que habían ido a la escuela. Bajo estas influencias, crecí despreciando a los pobres y a los morochos, horrorizándome porque mis amigas se ponían polleras muy cortas, negándome a hablar con los vecinos pobres y creyendo que los divorciados eran gente indeseable. Eso, hasta que alguien me hizo ver que era insufrible, aburrida, fea, ridícula y tonta. Menos mal. Tal vez, la situación cultural de mi entorno podría resumirse diciendo que lo que Salamanca no da, natura no presta, así que más vale ir a la escuela.

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